Los pensamientos

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La mente habita en otras dimensiones

martes, 24 de abril de 2018

Más allá del molino.


Más allá del molino.

Capítulo I

Ocasionalmente cruzo la calle de los aromos para internarme en el campo de lavanda y andar sin rumbo hasta que caiga el sol. Me pierdo en un mar azul de ilusiones y perfumes mientras algunas ramas y flores van dejando su huella en los pantalones de hilo blanco que uso para mis caminatas.
Un molino que marca su monótono camino de noria señala mi norte y cuando el sol comienza a acercarse a la vera del cerro Ceferino me detengo, miro lejos, observo cuánto falta para llegar y me digo... otra vez será. Vuelvo sobre mis pasos y como quien vuelve de misa de las ocho me encamino otra vez hacia la calle de los aromos.
Cuando ya diviso  el monasterio vuelvo a la realidad, me sumerjo nuevamente en el mundo de los mercaderes de la vida prometiéndome otra vez, que éste sería mi última caminata de regreso, que la próxima vez seguiría hasta más allá del molino.

Las campanas de las seis están sonando y las primeras sombras largas caen sobre los cipreses. Hace frío y el viento mueve la copa de los álamos plateados y las hojas de las ramas más altas parecen aplaudir la llegada de no sé quién. Pero que aplauden... aplauden.
Algunas señoras con gruesos y oscuros abrigos se encuentran y conversan en medio de ademanes y ampulosos gestos. Sus rostros denotan angustia, alarma, desesperación, intriga. Sus labios murmuran por lo bajo y sus ojos se entornan como intentando desentrañar un misterio o un chisme -vaya uno a saber-. Me hago a un lado para no tener que saludarlas, -no tengo ganas hoy-, sin embargo la distancia es mínima y alcanzo a escuchar unas palabras que me hielan el alma:
-Fue hasta más allá del molino!



Más allá del molino II.

La tarde apareció poco nublada y el cielo, casi oscurecido, parecía un infinito mar donde podía internarse un barco para hundirse en el olvido. La calle estaba aún muy húmeda por la llovizna de la mañana y el perfume a lavanda impregnaba el aire. Era toda una tentación... un llamado que retumbaba en mis oídos con la fuerza de la naturaleza y del instinto.
Las botas de agua me protegían de los charcos que se resistían a ser absorbidos por una tierra no tan sedienta como devoradora. Los robles teñían de oro y cobre el horizonte que se adivinaba más allá de la bruma que comenzaba a cubrirlo todo.
Un toque de duda y un sutil escalofrío en mi espalda hizo que me detuviera un instante, miré hacia atrás, luego hacia adelante y sacudiendo la cabeza, apuré el andar y comencé con paso ágil el camino que tanto conocía y que siempre me esperaba. Sí, me esperaba.
Una bandada de loros barranqueros cruzó el cielo más temprano que de costumbre ya que la oscuridad de las nubes anunciaba que la noche se adelantaría. Sí, se adelantaría. Como me adelantaba yo en mi trayecto, con decisión y con un dejo de inquietud.

-Espérame- el eco de esa palabra sonaba en mis oídos con la fuerza del primer día. -Espérame... y si no regreso, búscame.

Pero por dónde comenzar....

La última vez que lo vi iba rumbo al molino. Caminaba apurado, se dio vuelta una sola vez, me miró como quien desea grabar algo en su mente, asirlo, tomarlo, aprehenderlo pero con la inmensa tristeza de no poder hacerlo.
Llovía aquella tarde, casi torrencialmente, y pronto se perdió de vista. Al día siguiente esperé infructuosamente, y al otro, y al otro....  pero nada. Esperaba. Siempre esperaba, como sigo esperando, hasta que hoy decido ir tras sus huellas...

Más allá del molino -me dijo cierta vez- está el lugar donde se guardan los tesoros. Y eso era todo lo que sabía, todos los datos que tenía. Pero ya habían pasado más de tres meses -tres meses y catorce días para ser exactos-  y estaba decidida a ir hasta más allá del molino.

Caminé sin detenerme hasta llegar al vado, corría bastante agua, traía pajitas y hacía espuma y globitos en las piedras, eso significaba que venía con algo de fuerza y que más adelante habría algo de crecida lo que provocaría que aumentara el caudal en unas pocas horas. Había llovido detrás de las sierras. Lo crucé con decisión utilizando una vara de álamo a manera de cayado que encontré caída, no me costó demasiado trabajo y mojada por la bruma y la transpiración que me provocó el miedo, pisé suelo firme, arcilloso, algo de ripio. Qué distintas podían ser ambas márgenes del arroyo...

-Espérame cuando todos se cansen de esperar- Y si no vuelvo búscame.

Allá voy… ha comenzado la búsqueda.

Caminé hasta el molino, la fuerza del viento del oeste comenzó a limpiar el cielo justo cuando el sol comenzaba a ponerse. No había tiempo para iniciar el camino de regreso de modo que decidí buscar algún lugar para pasar la noche en las inmediaciones...


CAPITULO III

Me desperté por los ladridos de los perros cuando aún no había terminado de aclarar. Había logrado entrar por la puerta trasera de la casa abandonada y fue mayor el miedo a la intemperie que el peso de la lobreguez de ese albergue ocasional.
De pronto la vida pasó delante de mí como en una película de tres minutos.

Juan creció en el paraje de La Arcadia. Cuando llegó desde la Patagonia se instaló junto a su padre en una vieja casona de estilo colonial, algo  arruinada por el paso del tiempo que llevó deshabitada, pero conservaba la aristocracia de los años idos. Se cuenta que fue construida por los tripulantes del Graf Spee, aquel viejo acorazado alemán hundido en las cercanías de Montevideo. Muchos de los sobrevivientes buscaron refugio en lugares aislados entre las sierras de nuestras pampas, construyendo allí sus residencias, cuestión que esa vieja casona abandonada fue el hogar de Juan, su escuela, su fuente de trabajo, la cuna de sus musas y la de sus ideales.
Cuando las tareas del campo lo liberaban de sus obligaciones Juan se dedicaba horas enteras a la lectura de material que extraía de la biblioteca de la villa, de algunos libros que había encontrado en el sótano de la casa y varios que intercambiaba con sus compañeros de  estudios. Leía y escribía hasta casi la madrugada, recuerdo aún, la amarillenta luz de su ventana que alcanzaba a ver cuando iba a visitar a mi abuela materna.
Callado y taciturno su rostro se iluminaba cuando sonreía, sus grandes ojos celestes eran un mar en calma que invitaba a soñar y a sumergirse en busca de mágicos parajes submarinos. Pero había algo particular en su mirada, daba la sensación de que siempre estaba mirando lejos, más allá de cualquier pensamiento o de cualquier horizonte, como si soñara despierto o mirara con los ojos del alma algo que para todos era inasible. Su sonrisa era dulce y triste, lejana, siempre buscando algo allá… más allá. Alguna vez creí ver que su sonrisa cambiaba, que un dejo de satisfacción se insinuaba, como quien encuentra respuesta a una inquietud o la nota final para una sinfonía. Esa sonrisa tenía cuando puso el anillo de compromiso en mi mano y me pidió que nos fuésemos a vivir juntos.
Nuestra casa fue una cabaña construida con troncos y pronto tuvo calor de hogar, con perros, cortinitas de crochet y aroma a pan casero. Juan trabajaba hasta media tarde y luego se reunía con sus compañeros en un galpón que estaba situado más allá del molino donde estudiaban y discutían proyectos de trabajo, planificaban un futuro aserradero y de vez en cuando terminaban con una guitarreada que se prolongaba hasta la madrugada. Hasta que un día se prolongó más de un día y luego otro más… y más…
No preguntes –me rogó- y no te acerques al molino, ¡nunca! –y esto último me supo a  orden-.

En la semipenumbra logré ver la puerta que daba a la sala y el hogar donde aún quedaban restos de cenizas. Cuándo habrían ardido los leños por última vez… quién habrá entibiado sus manos en él… dónde fueron a parar tantos sueños...
Estaba en medio de mis cavilaciones cuando vi rondar a un chimango caracá. Presa del terror tomé mi morral y corrí hacia el medio de la nada.

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