Más allá del
molino.
Capítulo I
Ocasionalmente cruzo la calle de los aromos para internarme en el campo de
lavanda y andar sin rumbo hasta que caiga el sol. Me pierdo en un mar azul de
ilusiones y perfumes mientras algunas ramas y flores van dejando su huella en
los pantalones de hilo blanco que uso para mis caminatas.
Un molino que marca su monótono camino de noria señala mi norte y cuando el sol
comienza a acercarse a la vera del cerro Ceferino me detengo, miro lejos,
observo cuánto falta para llegar y me digo... otra vez será. Vuelvo sobre mis
pasos y como quien vuelve de misa de las ocho me encamino otra vez hacia la
calle de los aromos.
Cuando ya diviso el monasterio vuelvo a
la realidad, me sumerjo nuevamente en el mundo de los mercaderes de la vida
prometiéndome otra vez, que éste sería mi última caminata de regreso, que la
próxima vez seguiría hasta más allá del molino.
Las campanas de las seis están sonando y las primeras sombras largas caen sobre
los cipreses. Hace frío y el viento mueve la copa de los álamos plateados y las
hojas de las ramas más altas parecen aplaudir la llegada de no sé quién. Pero
que aplauden... aplauden.
Algunas señoras con gruesos y oscuros abrigos se encuentran y conversan en
medio de ademanes y ampulosos gestos. Sus rostros denotan angustia, alarma,
desesperación, intriga. Sus labios murmuran por lo bajo y sus ojos se entornan
como intentando desentrañar un misterio o un chisme -vaya uno a saber-. Me hago
a un lado para no tener que saludarlas, -no tengo ganas hoy-, sin embargo la
distancia es mínima y alcanzo a escuchar unas palabras que me hielan el alma:
-Fue hasta más allá del molino!
Más allá del molino II.
La tarde apareció poco nublada y el cielo, casi oscurecido, parecía un infinito
mar donde podía internarse un barco para hundirse en el olvido. La calle estaba
aún muy húmeda por la llovizna de la mañana y el perfume a lavanda impregnaba
el aire. Era toda una tentación... un llamado que retumbaba en mis oídos con la
fuerza de la naturaleza y del instinto.
Las botas de agua me protegían de los charcos que se resistían a ser absorbidos
por una tierra no tan sedienta como devoradora. Los robles teñían de oro y
cobre el horizonte que se adivinaba más allá de la bruma que comenzaba a
cubrirlo todo.
Un toque de duda y un sutil escalofrío en mi espalda hizo que me detuviera un
instante, miré hacia atrás, luego hacia adelante y sacudiendo la cabeza, apuré
el andar y comencé con paso ágil el camino que tanto conocía y que siempre me
esperaba. Sí, me esperaba.
Una bandada de loros barranqueros cruzó el cielo más temprano que de costumbre
ya que la oscuridad de las nubes anunciaba que la noche se adelantaría. Sí, se
adelantaría. Como me adelantaba yo en mi trayecto, con decisión y con un dejo
de inquietud.
-Espérame- el eco de esa palabra sonaba en mis oídos con la fuerza del primer
día. -Espérame... y si no regreso, búscame.
Pero por dónde comenzar....
La última vez que lo vi iba rumbo al molino. Caminaba apurado, se dio vuelta
una sola vez, me miró como quien desea grabar algo en su mente, asirlo,
tomarlo, aprehenderlo pero con la inmensa tristeza de no poder hacerlo.
Llovía aquella tarde, casi torrencialmente, y pronto se perdió de vista. Al día
siguiente esperé infructuosamente, y al otro, y al otro.... pero nada.
Esperaba. Siempre esperaba, como sigo esperando, hasta que hoy decido ir tras
sus huellas...
Más allá del molino -me dijo cierta vez- está el lugar donde se guardan los
tesoros. Y eso era todo lo que sabía, todos los datos que tenía. Pero ya habían
pasado más de tres meses -tres meses y catorce días para ser exactos- y estaba decidida a ir hasta más allá del
molino.
Caminé sin detenerme hasta llegar al vado, corría bastante agua, traía pajitas
y hacía espuma y globitos en las piedras, eso significaba que venía con algo de
fuerza y que más adelante habría algo de crecida lo que provocaría que
aumentara el caudal en unas pocas horas. Había llovido detrás de las sierras.
Lo crucé con decisión utilizando una vara de álamo a manera de cayado que
encontré caída, no me costó demasiado trabajo y mojada por la bruma y la
transpiración que me provocó el miedo, pisé suelo firme, arcilloso, algo de
ripio. Qué distintas podían ser ambas márgenes del arroyo...
-Espérame cuando todos se cansen de esperar- Y si no vuelvo búscame.
Allá voy… ha comenzado la búsqueda.
Caminé hasta el molino, la fuerza del viento del oeste comenzó a limpiar el
cielo justo cuando el sol comenzaba a ponerse. No había tiempo para iniciar el
camino de regreso de modo que decidí buscar algún lugar para pasar la noche en
las inmediaciones...
CAPITULO III
Me desperté
por los ladridos de los perros cuando aún no había terminado de aclarar. Había
logrado entrar por la puerta trasera de la casa abandonada y fue mayor el miedo
a la intemperie que el peso de la lobreguez de ese albergue ocasional.
De pronto la
vida pasó delante de mí como en una película de tres minutos.
Juan
creció en el paraje de La Arcadia. Cuando llegó desde la Patagonia se instaló
junto a su padre en una vieja casona de estilo colonial, algo arruinada por el paso del tiempo que llevó
deshabitada, pero conservaba la aristocracia de los años idos. Se cuenta que
fue construida por los tripulantes del Graf Spee, aquel viejo acorazado alemán
hundido en las cercanías de Montevideo. Muchos de los sobrevivientes buscaron
refugio en lugares aislados entre las sierras de nuestras pampas, construyendo
allí sus residencias, cuestión que esa vieja casona abandonada fue el hogar de
Juan, su escuela, su fuente de trabajo, la cuna de sus musas y la de sus
ideales.
Cuando
las tareas del campo lo liberaban de sus obligaciones Juan se dedicaba horas
enteras a la lectura de material que extraía de la biblioteca de la villa, de
algunos libros que había encontrado en el sótano de la casa y varios que intercambiaba
con sus compañeros de estudios. Leía y
escribía hasta casi la madrugada, recuerdo aún, la amarillenta luz de su
ventana que alcanzaba a ver cuando iba a visitar a mi abuela materna.
Callado y
taciturno su rostro se iluminaba cuando sonreía, sus grandes ojos celestes eran
un mar en calma que invitaba a soñar y a sumergirse en busca de mágicos parajes
submarinos. Pero había algo particular en su mirada, daba la sensación de que
siempre estaba mirando lejos, más allá de cualquier pensamiento o de cualquier
horizonte, como si soñara despierto o mirara con los ojos del alma algo que
para todos era inasible. Su sonrisa era dulce y triste, lejana, siempre
buscando algo allá… más allá. Alguna vez creí ver que su sonrisa cambiaba, que
un dejo de satisfacción se insinuaba, como quien encuentra respuesta a una
inquietud o la nota final para una sinfonía. Esa sonrisa tenía cuando puso el
anillo de compromiso en mi mano y me pidió que nos fuésemos a vivir juntos.
Nuestra
casa fue una cabaña construida con troncos y pronto tuvo calor de hogar, con
perros, cortinitas de crochet y aroma a pan casero. Juan trabajaba hasta media
tarde y luego se reunía con sus compañeros en un galpón que estaba situado más
allá del molino donde estudiaban y discutían proyectos de trabajo, planificaban
un futuro aserradero y de vez en cuando terminaban con una guitarreada que se
prolongaba hasta la madrugada. Hasta que un día se prolongó más de un día y
luego otro más… y más…
No
preguntes –me rogó- y no te acerques al molino, ¡nunca! –y esto último me supo
a orden-.
En la
semipenumbra logré ver la puerta que daba a la sala y el hogar donde aún
quedaban restos de cenizas. Cuándo habrían ardido los leños por última vez… quién
habrá entibiado sus manos en él… dónde fueron a parar tantos sueños...
Estaba en
medio de mis cavilaciones cuando vi rondar a un chimango caracá. Presa del
terror tomé mi morral y corrí hacia el medio de la nada.